«A veces ocurre que estamos solos y absortos en un juego, y de repente, se alzan en la casa esas voces coléricas; seguimos jugando mecánicamente, metiendo piedras y hierbas en un montoncito de tierra para hacer una montaña. Pero, mientras tanto, ya no nos importa nada esa montaña, sentimos que no podremos ser felices hasta que la paz no vuelva a la casa. Oímos portazos y nos sobresaltamos; vuelan palabras rabiosas de un cuarto al otro, palabras incomprensibles para nosotros, no intentamos entenderlas ni descubrir las oscuras razones que las han dictado, confusamente pensamos que debe de tratarse de razones horribles, todo el absurdo misterio de los adultos pesa sobre nosotros. [...] Muchas veces está con nosotros un amigo que ha venido a jugar, hacemos con él una montaña, y un portazo nos dice que se ha acabado la paz. Muertos de vergüenza, fingimos estar muy interesados en la montaña, nos esforzamos por distraer la atención de nuestro amigo de esas voces salvajes que resuenan por la casa; [...] Tenemos la absoluta certeza de que en casa de nuestro amigo nunca hay discusiones, nunca se gritan palabras salvajes; en casa de nuestro amigo todos son educados y tranquilos, las discusiones son una vergüenza especial de nuestra casa. Después, un buen día, descubriremos con gran alivio que en casa de nuestro amigo también se discute como en nuestra casa, que se discute en todas las casas del mundo.»
Aviso, spoilers de las películas 'Boyhood' y 'Nebraska' | Natalia Ginzburg escribió Las relaciones humanas en Roma durante la primavera de 1953. Este texto sería publicado en la revista Terza generazione. El fragmento señalado viene a colación por un largometraje al que hasta hace varios días no me había atrevido a hincar el diente, como todo clásico que se precie. Ya sea instantáneo o no. Hablo de Boyhood (Richard Linklater, 2014), cuya mayor hazaña es haber sido grabada durante doce años. Entre 2002 y 2013 concretamente. A los cinco minutos de comenzar la película, el protagonista, Mason (Ellar Coltrane), no logra conciliar el sueño mientras escucha a su madre, Olivia (Patricia Arquette), discutir con su novio. ¿El motivo? Los hijos de ella: «I was someone's daughter and then I was somebody's fucking mother» // «Fui la hija de alguien y entonces fui la puñetera madre de alguien». Algo contra lo que el personaje se revelará a lo largo de toda la película.
Existe otra escena igual de reveladora, casi cincuenta minutos después. Olivia se ha casado con Bill (Marco Perella), un profesor de la universidad; cada uno de ellos añade a la unidad familiar otros dos miembros más. En dicha escena, los cuatro hermanos se encierran en una habitación tras su padre -alcóholico- montar en cólera durante la comida. Mason se "entretiene" viendo un sketch de Funny Or Die con Will Ferrell. No quise ver Boyhood en su momento por la ingente cantidad de hipérboles a favor de la criatura de doce años de Linklater. Tampoco tuve tiempo para escaparme a un cine en versión original por aquel septiembre de 2014: mi primer trabajo remunerado. Casi dos años son suficientes para desinflar el temido bizcocho de la expectativa y he de dar la razón a todos aquellos que encumbraron esta obra a los altares del séptimo arte. Boyhood (*) es, como reza su subtítulo español, básicamente momentos de una vida. No hay grandes escenas. No hay grandes frases ni diálogos. Tampoco hay un drama exacerbado (**). Ni siquiera hay una muerte (en pantalla); tan sólo un padrastro alcohólico. Bueno... dos.
(*) La cual iba a llamarse 12 years antes de irrumpir 12 Years a Slave / 12 años de esclavitud. Lo mismo le ocurrió a la Julieta de Almodóvar después de que Scorsese hiciese oficial el nombre de su próximo título: Silencio.
(**) Lorelai Gilmore, la hija del director, pidió a su padre que matara a su personaje Samantha, la hermana de Mason. Él se negó.
Boyhood ya me tiene ganado durante sus últimos compases después de que el personaje de Olivia resuma el quid de la cuestión (la vida): «I just thought there would be more» / «Tan sólo creí que habría más». Se avecina el síndrome del nido vacío después de que su segundo hijo se marche a la universidad. Pero va Linklater -o a quién se le ocurriera- y envuelve los créditos finales con Deep Blue de Arcade Fire y me acaba por rematar. Tras dos horas y cuarenta y cinco minutos, cierra el telón Boyhood. Cierra el telón la vida. La de Mason. Me revuelve el estómago porque un servidor machacaba en la cadena de música [que le regaló su padrino por su comunión] el álbum The Suburbs de Arcade Fire cada tarde mientras estudiaba segundo de bachillerato. Eso o 1999 de Love of Lesbian. Dudo de que pueda volver a vivir un verano con tantos horizontes abiertos como el de 2012.
Otra película a la que me había resistido a hincar el diente es Nebraska (Alexander Payne, 2013), una road movie en blanco y negro de cuyo libreto es artífice un desconocido Bob Nelson. Exceptuando a Will Forte (la gran sorpresa para mí), cuenta con un elenco protagonista de aúpa: Bruce Dern -padre de Laura Dern-, June Squibb (a la que recientemente he pillado en la minoritaria ficción de HBO Getting on) y Bob Odenkirk (Breaking Bad, Better call Saul). Puede que Nebraska no relate doce años pero rezuma toda una vida, la de Woody Grant (Dern), a través de los diálogos y los descubrimientos que su hijo David (Forte) hace mediante la interacción con su propia familia o los habitantes del pueblo donde sus padres antes vivían. Nebraska podría ser hasta una reflexión sobre el recuerdo -más allá de la demencia senil (¿o es alzheimer?)- cuyo mayor exponente sería la disputa de toda la familia por quién prestó dinero a quién. Nebraska maneja a la perfección los fantasmas del pasado invocados durante el viaje, algo que por ejemplo la también road movie 'Grandma' (Paul Weitz, 2015) hace más torpemente. Boyhood y Nebraska abrazan tal simplicidad que las aúpa sin embargo a la complejidad narrativa. Si la primera acaba con un muchacho de 18 años, disfrutando de la infinidad del horizonte... la segunda finaliza con un padre y un hijo acercándose a ese horizonte que una vez creyeron perenne.
Existe otra escena igual de reveladora, casi cincuenta minutos después. Olivia se ha casado con Bill (Marco Perella), un profesor de la universidad; cada uno de ellos añade a la unidad familiar otros dos miembros más. En dicha escena, los cuatro hermanos se encierran en una habitación tras su padre -alcóholico- montar en cólera durante la comida. Mason se "entretiene" viendo un sketch de Funny Or Die con Will Ferrell. No quise ver Boyhood en su momento por la ingente cantidad de hipérboles a favor de la criatura de doce años de Linklater. Tampoco tuve tiempo para escaparme a un cine en versión original por aquel septiembre de 2014: mi primer trabajo remunerado. Casi dos años son suficientes para desinflar el temido bizcocho de la expectativa y he de dar la razón a todos aquellos que encumbraron esta obra a los altares del séptimo arte. Boyhood (*) es, como reza su subtítulo español, básicamente momentos de una vida. No hay grandes escenas. No hay grandes frases ni diálogos. Tampoco hay un drama exacerbado (**). Ni siquiera hay una muerte (en pantalla); tan sólo un padrastro alcohólico. Bueno... dos.
(*) La cual iba a llamarse 12 years antes de irrumpir 12 Years a Slave / 12 años de esclavitud. Lo mismo le ocurrió a la Julieta de Almodóvar después de que Scorsese hiciese oficial el nombre de su próximo título: Silencio.
(**) Lorelai Gilmore, la hija del director, pidió a su padre que matara a su personaje Samantha, la hermana de Mason. Él se negó.
Boyhood ya me tiene ganado durante sus últimos compases después de que el personaje de Olivia resuma el quid de la cuestión (la vida): «I just thought there would be more» / «Tan sólo creí que habría más». Se avecina el síndrome del nido vacío después de que su segundo hijo se marche a la universidad. Pero va Linklater -o a quién se le ocurriera- y envuelve los créditos finales con Deep Blue de Arcade Fire y me acaba por rematar. Tras dos horas y cuarenta y cinco minutos, cierra el telón Boyhood. Cierra el telón la vida. La de Mason. Me revuelve el estómago porque un servidor machacaba en la cadena de música [que le regaló su padrino por su comunión] el álbum The Suburbs de Arcade Fire cada tarde mientras estudiaba segundo de bachillerato. Eso o 1999 de Love of Lesbian. Dudo de que pueda volver a vivir un verano con tantos horizontes abiertos como el de 2012.
Otra película a la que me había resistido a hincar el diente es Nebraska (Alexander Payne, 2013), una road movie en blanco y negro de cuyo libreto es artífice un desconocido Bob Nelson. Exceptuando a Will Forte (la gran sorpresa para mí), cuenta con un elenco protagonista de aúpa: Bruce Dern -padre de Laura Dern-, June Squibb (a la que recientemente he pillado en la minoritaria ficción de HBO Getting on) y Bob Odenkirk (Breaking Bad, Better call Saul). Puede que Nebraska no relate doce años pero rezuma toda una vida, la de Woody Grant (Dern), a través de los diálogos y los descubrimientos que su hijo David (Forte) hace mediante la interacción con su propia familia o los habitantes del pueblo donde sus padres antes vivían. Nebraska podría ser hasta una reflexión sobre el recuerdo -más allá de la demencia senil (¿o es alzheimer?)- cuyo mayor exponente sería la disputa de toda la familia por quién prestó dinero a quién. Nebraska maneja a la perfección los fantasmas del pasado invocados durante el viaje, algo que por ejemplo la también road movie 'Grandma' (Paul Weitz, 2015) hace más torpemente. Boyhood y Nebraska abrazan tal simplicidad que las aúpa sin embargo a la complejidad narrativa. Si la primera acaba con un muchacho de 18 años, disfrutando de la infinidad del horizonte... la segunda finaliza con un padre y un hijo acercándose a ese horizonte que una vez creyeron perenne.
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