Empecé este blog con 16 años y otro nombre (Dime que series ves y te diré cómo eres). En un principio solo hubo cabida para las series de televisión, pero más tarde amplié el contenido a todo aquello con un mínimo de ficción, incluso la propia vida. Decía Susan Sontag en Contra la interpretación que «en las buenas películas existe siempre una espontaneidad que nos libera por entero de la ansiedad por interpretar». Pero Carrie Bradshaw también decía en la excelente Sexo en Nueva York: «No pude evitar preguntarme».

sábado, 30 de marzo de 2019

Memoria amortajada


Sentenció José Ortega y Gasset en Estudios sobre el amor que «cada época posee su estilo de amar». A mi padre, Jesús, de 62 años, se le iluminan el rostro y la voz cuando la nostalgia le empaña el recuerdo sobre su noviazgo con mi madre, MariTina, de 58. Un sábado, de niño, pasamos en coche por un McDonald's de Madrid; papá nos contó a mi hermana y a mí que allí había conocido a mamá durante los ochenta cuando todavía era la discoteca Victoria. Él, de la capital; ella, de un pueblo salmantino, que se había venido pá Madrí como asistenta en un hogar de bien. Acabaron en Suiza sin pasar por la vicaría. Jesús siempre rememora la primera persona con la que habló cuando llegó al pueblo, sin previo aviso, en busca de MariTina. Le preguntó por el barrio Las Tenerías, que dónde vivían Manuel y Gene. Aquella interlocutora era mi tía-abuela, Cecilia, a punto de enviudar de su esposo. Mi padre siempre revela que comprendió lo mucho que quería a Gene –su suegra, mi abuela– cuando, recién muerta, la observó amortajada en el tanatorio. Cuatro años antes, mi abuelo materno había sido amortajado en su casa.
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El amortajamiento protagoniza uno de los momentos más punzantes de Dolor y gloria, lo nuevoúltimo de Pedro Almodóvar. La madre del protagonista (un cineasta venido a menos) le explica a su hijo cómo quiere ser amortajada: con su mantilla, su rosario y descalza para entrar lo más ligera posible al Cielo. Días antes había visto su cuarta película, ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984) y me prendé de un detalle tonto: un cuadro ubicado en el piso de la protagonista, una ama de casa(s) hasta el moño.

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Días después visité a mi abuelo paterno, Alfonso, de 88 años. Eran las cinco de la tarde; estaba dormido sobre la mesa en su despachito, donde lee La Razón y hace sopa de letras. Le desperté para su café, sus cuatro galletas y sus dos cigarritos. Y entonces me topé con el mismo cuadro del filme de Almodóvar: una manada de caballos galopando sobre un enorme charco. Papá me contó que el abuelo se había hecho con aquella pintura, de Alfredo Palmero, en una exposición. Alfonso, como constructor, había trabajado con el hijo de Palmero, aparejador.

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El mismo sábado que vi Dolor y gloria, un día después de atar cabos, mi abuelo fue ingresado por enésima ocasión en urgencias. Líquido en los pulmones. Un wasap el siguiente jueves: «Acaba de morir». Hace cinco años viví seis meses con él. Fue cuando aprendí lo mucho que le quería.