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Emily Meade (Aimee) y Margaret Qualley (Jill) de izq a dcha |
Sin spoilers | Menuda carrera se está marcando
'The Leftovers' su primer año de maratón. Curiosamente desde antes de su estreno ya se le pedía un
sprint final meritorio del oro. De cobarde no tiene ni un pelo; de errática, unos cuantos; de acertada, muchos. Puede que la serie de HBO, Tom Perrota y Damon Lindelof tenga más de obra de nicho -¿y de culto?- de lo que sus inaugurales espectadores creyeron. Y divulgaron. Quizás es por ello la cantidad de cadáveres que ha dejado en su camino durante los, hasta ahora, ocho episodios emitidos. Me refiero a la audiencia potencial pues aún no entraré en materia de
spoilers. La mayor duda y por extensión el mayor miedo de la masa seriéfila era sobre
qué iba a tratar la serie tras una premisa que abrazaba el
high-concept pero cuyas intenciones quedaron aún más opacas tras las declaraciones de sus responsables advirtiendo de la no resolución del enigma. Se aventuraron al pavoneo pues afirmaron que aquellos personajes y sus respectivos conflictos iban a importar muchísimo más que la desaparición del 2% de la población mundial. Jugar al salto al tiburón desde el minuto cero es peligroso pero para algunas obras de ficción, hacer equilibrismo sobre la delgada línea roja es lo que las convierte en algo más.
'The Leftovers' es algo más. ¿Irregular? Sí, pero precisamente dicho desequilibrio ofrece una relación de amor-odio que yo, como espectador torturado, compro. El mejor adjetivo para definir esta obra audiovisual es
"venenosa". En el mejor sentido de la palabra si es que existe. Es tal el poso que deja en el espectador tras los créditos finales que uno ya sabe hasta en qué momento del día y de la semana puede o no ver el nuevo episodio. El cómo cada ser humano maneja su propio duelo tras una gran conmoción es el epicentro de la serie de televisión pero -y puede que aquí peque de apresurado- parece centrar el foco en un trastorno mental como la depresión. La presencia de tantos perros negros conecta con el
Black Dog, término usado por Winston Churchill para acuñar su propia enfermedad; ¿mera coincidencia?
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