Los finales diametralmente opuestos de Mad Men y A dos metros bajo tierra [comparación absurda pero muy personal], la lectura de La insoportable levedad del ser de Milan Kundera a propósito de su referencia en Todas las canciones hablan de mí de Jonás Trueba, el fin del visionado de la [exquisita] filmografía de Julio Medem, nuevas series españolas [Vis A Vis, Sin Identidad, Refugiados] y desvaríos personales reflexivo-estúpidos. Cajón de-sastre resultado de una amalgama de opiniones.
Yo, seriéfilo empedernido empecinado en dejar de serlo, creía que el final -o recta final, más bien- de Mad Men me dejaría hecho trizas sin deseo ninguno de ver más series de televisión. Esa postura de duelo, vertiente romántica acusada en mi yo más personal, no se ha hecho realidad; hito que sí se produjo cuando finalicé A dos metros bajo tierra. Quizás tenga que ver en el cómo y no en el qué. Empecé Mad Men allá por 2011 tras leer lo magnífica que había sido su cuarta temporada -emitida entre verano y otoño de 2010- y en concreto aquel bottle episode llamado The Suitcase (4.7). Me ventilé la historia estadounidense en unos cuantos meses mientras hacía caso omiso a la impartida en mi primero de bachillerato; llegó el verano, probé Queer As Folk y tras una temporada, abogué por The Sopranos. Tampoco. Fue entonces cuando, en mi imperante necesidad de consumir narración visual, me topé con Six Feet Under tras varios intentos fallidos de ver su piloto. Aquel torrente narrativo no me soltó hasta entrado el mes de agosto, abracé el binge-watching y me involucré en todas y cada una de las vivencias y peripecias de la familia Fisher. Lloré como un descosido, no con su final, sino con aquel All Alone (5.10). Una hora de llanto. Pero, ¿por qué lloraba? ¿Por lo que me estaba contando la serie en sus últimos compases? ¿Por mi situación personal? Un año más tarde, como si de un ritual se tratase, re-visioné el capítulo final. Otro año más tarde, embarqué de nuevo. El duelo me volvió a invadir. Mad Men volvió en 2012 tras un año y medio de parón por causas más bien económicas y se anunció durante la emisión de su quinta temporada que la serie llegaría a su fin en su séptima. ¿He disfrutado sus últimos siete episodios? Sí. ¿Lloré con su final? También. Pero sólo con Peggy. Peggy y Pete. Peggy y Joan. Peggy y Don. Peggy y Stan (¡Stan, por fin!). Ella, en mi opinión, siempre ha sido el corazón de la serie y, e aquí spoilers, me alegro de que su último aliento en pantalla no concerniese al ámbito profesional -haber aceptado la propuesta de una Joan emprendedora y más feminista que nunca- sino al sentimental: aceptar el amor de Stan más allá de una tensión sexual no resuelta más cómica que dramática. El camino era la declaración de amor mutua tras la confesión de Peggy sobre su retoño dado en adopción a Stan capítulos atrás. Nunca me importó en demasía el personaje de Donald Draper/Dick Whitman. No siento duelo por el 'hasta siempre' de Mad Men, siento alegría de haberla disfrutado y de mirar al horizonte, tal hippie Don, y comprender que hay mucho más por descubrir. Nuevas series de televisión, nuevas películas -continúo en mi particular duelo tras finalizar toda la filmografía de Julio Medem-, nuevas novelas, nuevos retos universitarios, nuevos retos profesionales y sobre todo, nuevas personas. Necesitaba despedir a Mad Men. Disfruto como un enano con la Vis A Vis que se ha sacado de la manga Antena 3, también de la segunda y final temporada de Sin Identidad. Ambos thrillers (y culebrones) de muy alta calidad. Y españoles. No como Refugiados, el gatillazo de la temporada que se ha quedado en tierra de nada (género) y nadie (nacionalidad, identidad). Ando leyendo estos días La insoportable levedad del ser de Milan Kundera tras regalarle a una inesperada y muy buena amistad Todas las canciones hablan de mí de Jonás Trueba y toparme con un ejemplar de la novela el pasado domingo en el Rastro de Madrid: casualidades de la vida a las que uno se abraza para darle un mínimo de sentido a la vida. [Aclaración: el benjamín de los Trueba habla de Kundera en su ópera prima. Ya leí a Édouard Levé tras ver su Suicidio en Los ilusos].
"No es la necesidad, sino la casualidad, la que está llena de encantos. Si el amor debe ser inolvidable, las casualidades deben volar hacia él desde el primer momento."
Ayer volví a Aranjuez un año más tarde de aquella excursión con mis ex-compañeros de 1º de Periodismo. Dos años y medio después de sentarme en aquel tren dirección El Escorial, contemplarle en el andén a través del espejo y saber que la noche anterior había sido la última en compartir nicho. La vida y la enfermedad se opusieron, me obligaron a deshacer el desenlace y escribir una precuela más oscura, más dolorosa y más vacía de sentido y coherencia. La vida carece de estas dos características. Ayer volví pero no a verle -no estaba- sino a contemplar el escenario de una historia de sexo y amor que comenzó como todas: por casualidad. Pero este duelo en particular no se marcha, tan sólo disminuye y acrecienta. Ha arraigado. Ya no hay necesidad de verle pero sí de recordarle. Al igual que Franz en La insoportable levedad del ser, es más fructífero el recuerdo de Sabina que su propia presencia. Esta idea, de convivir más fácilmente con el recuerdo de una persona que con la persona en sí a pesar del amor procesado, dejé de verbalizarla ante la incomprensión de los demás. El vendaval que produjo Sabina en Franz es lo que permanece: cómo él se atrevió a traicionar a su mujer, su hija y a sí mismo y empezar una nueva vida. No con Sabina que huyó. Sólo tenemos una vida. Ojalá fuera verdad que al morir, renaciésemos en otro planeta pero con la experiencia de la vida anterior. Y así sucesivamente hasta llegar a una quinta vida donde el derrame de sangre no fuera necesario. Entonces sí podríamos aplicar el dichoso y manido "prueba y ensayo". Pero por ahora, sólo probamos. No ensayamos. La vida ni siquiera llega al estatus de boceto.
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